Me importa un comino el futuro político de Pedro Sánchez; lo mismo me preocupa el de Mariano Rajoy, Pablo Iglesias o Albert Rivera. Siento si suena poco gentil o incluso maleducado. Es la pura realidad. Es lo que siento en medio del mar de informaciones que nos inundan desde que conocimos los resultados de las elecciones generales del pasado 20 de diciembre, esas que eran las definitivas y decisivas en el cambio real, el cambio de una vez por todas.

¿Me comprendes si te digo que estoy harta de las intrigas palaciegas de los partidos políticos? Que si los barones y baronesa del PSOE tienen acorralado a Sánchez; que si su futuro es incierto; que si Iglesias le chulea. Que si el PP de Rajoy ha perdido tres millones largos de votos, pero, escucha, que todo va bien, que vamos por el buen camino.

Que si Rivera, ese que podía ser presidente en las encuestas, el que afirmaba con rotundidad que no facilitaría un Gobierno de Rajoy, ahora, buscando el protagonismo que le han restado las urnas, estrecha aún más el cerco de Sánchez para pedirle que deje al PP gobernar. Que si Iglesias tiene líneas rojas, o en realidad le vendrían genial otras elecciones para rematar al PSOE. A todos ellos, ¿les importamos tú y yo?

A todo esto, remata el recital nuestro Jefe del Estado, Felipe VI, ese que nos habla desde una especie de cielo, y que envuelto en lujos que pagamos todos nos pide que construyamos país, que hay que acatar la Ley, que si lo hacemos todo irá bien o aún mejor. Y me da por pensar que hacer país no tiene nada que ver con lo que dice este señor. Que hacer país es gobernar pensando en los problemas reales de las personas, no robarles, no mentirles, no arrebatarles su proyecto de vida. Decirlo con ética y con estética. Hacerlo realidad.

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Creo que si una lección se puede sacar de estos comicios es que no estamos precisamente felices con lo que han hecho los dos grandes partidos que han gobernado este país las últimas décadas. Queremos y necesitamos otras políticas, políticos con otra sensibilidad, que piensen en nosotros y decidan como lo haríamos nosotros. Con decencia y con sentido común.

Se hace país si las personas tienen un trabajo, un sueldo digno para darse un capricho y cubrir las necesidades de sus hijos. Se hace país si uno puede aspirar a cosas en la vida, esas por las que se decida luchar, sean cuales sean. Se hace país si hay futuro, y especialmente si no nos lo arrebatan para mantener esa noria que no deja de girar y girar. Nadie quiere bajarse de ella.

Me pregunto si alguna vez pensaran ellos en nuestras líneas rojas. Son líneas que, bien lo sabemos y lo saben, se traducen en políticas concretas. Regeneración política, protección social, reforma laboral, política energética, educación, vivienda, estímulos económicos… palabras que nunca se quitan de la boca.

Ahora más que nunca, aunque sea una idea muy trillada, necesitamos políticos que piensen en las siguientes generaciones y en devolverle su dignidad a esta generación, y no en su próximo Congreso, ni en repetir elecciones porque me vendría muy bien, en salvarse de la quema o buscar un protagonismo político que no tengo.

Yo quiero esta clase de políticos de la que llaman nueva política. Y si no son estos, no pasa nada: que paren la noria y que se bajen ellos.

 

 

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